Estuve en Bogotá por un mes y una semana. Durante mi estadía hice y deshice. Taché lugares de la lista de deseos, conocí algunos por accidente y a otros, llegué porque el Divino Niño lo quiso así. Días antes de regresar, alguien me dijo: “O sea que te viniste de vacaciones a Bogotá. ¿Quién viene de vacaciones a Bogotá?” Pues, yo. (Sorry not sorry) Esta millennial es un testimonio viviente que sí se puede. Sí se puede ir de vacaciones a la ciudad que vemos todos los días en las noticias como la cuna de la inseguridad, la corrupción y las falsas promesas. También, se puede caminar entre calles que parecen Londres, Nueva York o España. Se puede observar desde un teleférico el contraste de todo un país. Se puede comer delicioso, apreciar una obra de arte y probar helado de mango con picante.
Antes de este viaje ya tenía claro que Bogotá es una ciudad inevitable. Sin embargo, la veía lejana y me aterraba. Ahora, extraño la séptima y sabría indicarle a cualquier conductor qué vía tomar hacia el centro. Bogotá no es una ciudad de claros u oscuros, aquí están todas las tonalidades pero también, todas las posibilidades. ¿Quiere Museos? Tenga. ¿Quiere comida? Tenga. ¿Quiere viajar? Terminal y ¡Chao! Usted pida que se le tiene, Sumercé.
Cuando una la pasa tan bien, la información debe ser de dominio público. Por eso, hice barrido de cada uno de los lugares que visité durante un mes y una semana en Bogotá. Pero antes de continuar debo agradecer a mi familia – la más alcahueta del mundo- por tenerme y motivarme a ver el mundo. A mis amigas, amigos, conocidos, insta-friends y desconocidos por llevarme de la mano a lugares que amé. Sitios que no habría conocido si no fuera por ellos y ellas.
Ahora sí ¡A callejear!